Una diferencia

Murcutt, Australia

Koolhaas, Beijin

La arquitectura, la que llamamos la gran arquitectura, tiene una historia propia, como, por demás, todos los ejercicios prácticos de todas las profesiones y de todos los oficios. De la naturalidad de ser instrumento imprescindible para la protección de la vida, nacido en el abrigo de la caverna o con el primer caney, hasta la elevación a fórmula de belleza suprema, espacio de fruición social, ha sido un largo trecho. En occidente, el arquitecto y su obra, en los últimos dos o tres siglos han ido adquiriendo una presencia colectiva, articulada en un artificio complejo de normas, leyes, instituciones de formación, difusión y reconocimiento oficial y aplauso público. Un peso cultural extraordinario, que ha adquirido una autonomía propia, comprensible únicamente si se atiende a la inmensa utilidad social de las obras que el arquitecto diseña. Pero resulta que a todo esto, a toda esta maraña de relaciones de trabajos, a esta red trabada y entretejida de conocimientos particulares, a este cuerpo colegiado de significados y significantes, se ha agregado ahora una dimensión nueva, jamás antes involucrada en el noble oficio de Ictino, Miguel Ángel y Corbusier.
Los arquitectos son ahora, cuando pueden y lo logran, agentes importantes del negocio inmobiliario a escalas continentales nunca vistas, con un volumen y un peso multimillonarios. No sólo diseñan con los aportes de cada vez más gigantescos equipos profesionales, resulta que las dimensiones y la importancia financieras de lo que proyectan en todas partes del mundo, les ha obligado a aceptar su papel en el juego envenenado de la bolsa, se han convertido en empresas financieras, han aceptado ajustarse a la medida de su peso económico dentro de las leyes no tan abstractas del mercado internacional. Los proyectos que buscan y realizan las firmas del tamaño de la de Foster o de muchas otras del mismo nivel –grandes nombres, grandes retos, grandes influencias, gran competencia, obviamente– exigen un tratamiento, un comportamiento, absolutamente alejado de la imagen del austero Glenn Murcutt, solo con su mujer proyectando una casita cada seis meses, solo pero feliz. El cínico de Koolhaas, ahora gurú de la 14ava Bienal de Venecia –toda humildad y regreso a la cordura- contaba en uno de sus libros autoreferenciales, la cantidad de horas de vuelo que cada año le tocaba sumar para trasladarse de un sitio a otro del planeta en su carrera en pos de las grandes obras, los grandes contratos, la gran publicidad, la gran admiración universal. Pues nada de esto había ocurrido antes en la historia: algo así como la profesión del arquitecto compitiendo en muchos sentidos con las marcas mundiales productoras de teléfonos celulares. Un sencillo recorrido en las estadísticas que pueden ser consultadas en Internet arroja los siguientes resultados: según la revista Architectural Record, en el 2010 las primeras 250 firmas de arquitectura en los EEUU facturaron 9.400 millones de $, y las primeras 5 de ellas, 500 millones. Entre las 10 mayores –todas emplean entre 100 y 1400 arquitectos, ingenieros y técnicos– facturaron 2100 millones de $. En otra encuesta más actualizada, de la revista Building Design, del 2013, las primeras 100 firmas de arquitectura del mundo facturaron entre un mínimo de 30 millones de $ y un máximo de 400. Foster aparece en el puesto 10, Skidmore en el 19, Kohn Pedersen en el 29, Zaha Hadid en el 45, Ove Arup en el 47. Los nombres de los arquitectos más conocidos se pierden en competencia con docenas y docenas de otras firmas cuyos nombres son menos citados en libros y conferencias o en las clases universitarias, pero no perdamos de vista el hecho de que todas esas firmas hacen arquitectura destacada, desde Shanghai a Nueva York, de Dubai a Londres, rascacielos más altos del mundo, museos gigantescos, urbanizaciones con densidades desmesuradas. Es decir que todas están imprimiendo una marca significativa en los territorios urbanos del mundo y todas compiten desesperadamente por conseguir los mayores resultados económicos. De esta cortísima revisión salta a la vista la verdadera magnitud económica -para decirlo de manera explícita, la ingente masa de dinero- que vincula los mecanismos del mercado, en los grandes países industrializados y en los países emergentes como China o en los opulentos países árabes, con el viejo oficio del arquitecto.

Pero en este nivel progresivo de globalización, hay un aspecto adicional o paralelo que conviene aclarar: las firmas de arquitectos comportándose como agentes activos y poderosos en el mercado y rivalizando por lo que se construye en el mundo. Podrá uno imaginarse de qué manera debe pesar en las reuniones de decisiones y críticas de proyectos, la definición de estrategias y de selección de estéticas, las tácticas a seguir en los concursos, en la búsqueda de situaciones polémicas, en la participación en encuentros internacionales, en el empleo utilitario de la industria editorial especializada, y en un largo etcétera. Un fuerte indicio: la polémica de estas semanas entre algunos de los involucrados en la Bienal de Arquitectura de Venecia. Causa risas esta peleita entre gigantes de pies de barro: Eisenman declarando oficialmente la muerte cultural de Koolhaas, Koolhaas, el rey de la hipérbole y del egocentrismo, llamando a la cordura y a la modestia original, y Daniel Libeskind, para no quedar excluido, regalando vacuas definiciones de una supuesta arquitectura sin ideología. Se regañan entre ellos señalándose como culpables de haber participado en la carrera de obstáculos de la arquitectura del espectáculo que, ahora que los apremia la crisis, rechazan para defender la humanidad y sus querencias más profundas. 1Todo ello, polémicas y acusaciones, calculadas nuevas tomas de posiciones, no se pueden desprender de este paisaje de gigantescos contratos y de famas artificiales construidas a punta de publicidad.

La diferencia con nosotros, y a esto queríamos llegar, es que nada o casi nada de tamaño enajenamiento económico-profesional-cultural ha llegado a las playas de nuestra periferia caribeña. Nuestros contratos son más pequeños, el peso cultural de la arquitectura es mínimo, los gobiernos no se ocupan mucho de esta profesión que puede alcanzar, sí, alguna importancia, pero siempre, como debe ser, en razón de su funcionalidad práctica. Así que hay que tomar conciencia de que una enorme distancia, para nuestra suerte, nos separa de esas polémicas y de esos despliegues de intereses que tanto cargan en el sistema editorial internacional. Puede que algún rebote, en la medida en que también somos fauna para buenos cazadores, algún comentario pueda hacernos creer que estamos interesados en las peleas de los grandes carnívoros. Pero todavía nuestra arquitectura está unida muy de cerca a problemas terrestres, muy humanos en sus dimensiones antropológicas, muy simples o domésticos si se quiere, pero tan esenciales y prioritarios.

No hay que ser ingenuos. Somos pequeños y todavía nos salvamos. Todavía podemos hablar de arquitectura como un asunto separado de las ambiguas especulaciones bursátiles. Son problemas y peleas de ellos, no las nuestras. Si mantenemos esa distancia y somos capaces de no caer en la envidia del desarrollo desaforado, incluyendo sus reconcomios internos que a codazos o a mordiscos, como en el fútbol, pretenden marcar las sendas del progreso arquitectónico, tal vez podremos seguir sin grandes daños en este difícil caminito de encontrarnos a nosotros mismos, como somos, con nuestras virtudes y nuestros defectos. Pero con las esperanzas intactas. 
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[1] Un ejemplo del nivel de confrontación: desde otra banda (otro congreso) Dominique Perrault dispara: “¿Koolhaas? Él ha pasado de ser una superestrella a ser un superdios a cuyo alrededor hay como una secta, todo gira a su alrededor. Es el nuevo anticristo” El País, 12 de junio 2014.

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