Zaha Hadid, nos va a hacer falta, en serio


Centro Cultural Heydar Aliyev, en Bakú, Azerbaiyán, 2012

La muerte de una persona tiende a crear alrededor de lo que ella fue en vida, y de su recuerdo, una suerte de burbuja protectora. Ya no parece correcto tratarla como cuando estaba viva, con los juicios y los adjetivos que provoca y que arrastra consigo cada recorrido personal, como es natural y eterno, en la compleja y conflictiva realidad de los actos humanos. Se impone entonces la alabanza y el soslayar de las críticas o, inclusive, el callar los posibles errores y defectos. A menos de que se trate de un personaje francamente odioso y perverso como, por ejemplo un Hitler, en cuyo caso son libres las acusaciones más feroces, se impone una amabilidad condescendiente, casi de perdón, un esfuerzo de ver sólo lo positivo, disfrazado de comprensión cuidadosa. Y probablemente, en una escala antropológica, debe ser éste un comportamiento acertado, desde el punto de vista de las relaciones sociales con intenciones de ir hacia una progresiva superación del fanatismo.

Pero tal conducta, frente a la muerte de personajes que han hecho historia, también acarrea inconvenientes, pues no ayuda a entender la realidad y enreda con ramajes mitológicos acontecimientos que deberían ser expuestos con franqueza objetiva. 

Esto mismo está ocurriendo en el caso de la muerte, recientemente ocurrida, de la famosa arquitecta árabe iraquí, culturalmente naturalizada británica, Zaha Hadid. 

Se acabaron las controversias y las opiniones adversas que eran el pan de todos los días en la crítica arquitectónica mundial, y ahora todo es alabanza hasta el elogio del genio. 

Así que, desde el pequeño punto de referencia dialógica que pretende ser este blog, conviene intentar abrir, aunque sea esquemática, sintética y provisionalmente, un análisis de su obra.

Zaha Hadid, desde su origen árabe y culturalmente marginal por las condiciones políticas impuestas a su país, llegó a convertirse en fenómeno mediático y en una anomalía arquitectónica espectacular. De por sí, nada más este recorrido, de la nada a la fama, de los dibujos para galerías de artistas de vanguardia a construir obras gigantescas y costosísimas, con todo el apoyo de los protagonistas del poder -desde los grandes bancos a la burocracia política y hasta a los dictadores en pos de publicidad- ella, mujer, en un mundo tradicionalmente machista, nada más esto, es ya un episodio excepcional en la historia (machista) de la gran arquitectura mundial. 

Dicho esto -y reconociendo así un talento extraordinario para gerenciar sus opciones, a punta de firmeza de carácter y de tenacidad- es necesario centrar la atención en lo esencial de los aportes de sus obras. Y éstos se resumen en lo más visible: su indiscutible capacidad de inventar una extraordinaria nueva estética arquitectónica, en el estricto sentido de haberse sabido colocar, desde el comienzo, fuera de lo corriente y lo rutinario en las manifestaciones formales de la profesión. Para Le Corbusier (asumámoslo por un momento como máximo representante de la estética arquitectónica moderna) el sentido de la forma coincidía con el uso de una geometría y un sistema de proporciones rigurosa y matemáticamente correspondientes a lo que expresó, con lujo poético, en su “Poéme de l´angle droit”. Recordémoslo:

 “Categórico ángulo recto del carácter, del espíritu, del corazón. Me he mirado en ese carácter y me he encontrado”

Ese carácter es toda una estética formal guiada por una mitología matemática que excluía cualquier manipulación artificial sin apoyo y consecuencias en un sobrio y sensato manejo de la práctica constructiva. Su concepción de la arquitectura como “el juego de los volúmenes bajo el sol” en realidad no es un juego irresponsable, sino, todo lo contrario, el gobierno de la forma con un sentido terriblemente digno y respetuoso de lo que significa actuar en el mundo. 

Para Zaha, es todo lo opuesto. Y no se trata propiamente de su carácter personal, ampuloso, arrogante y opresivo, que en eso podría ser comparado con el del maestro suizo-francés. Se trata de que para ella la forma arquitectónica es un envoltorio de curvas sinuosas, frívolas y caprichosas, tan obsesivas en sus excesos hasta el punto de que algunos de sus admiradores (Rowan Moore, por ejemplo) llamaban a su autora “la reina de las curvas”, refiriéndose por supuesto a sus diseños y no a sus curvas personales que estuvieron siempre, en las presentaciones públicas, ocultas tras unos muy oportunos y admirables aderezos de telas opulentas, también diseñados por ella. 

Las curvas pues, su mundo de formas, que intentaban negar la supuesta estolidez de la geometría elemental -tan típica de la arquitectura moderna, racionalista e internacional- han sido su triunfo y a la vez su condena. Porque construir lo que uno se imagine alocadamente, como papeles arrugados (Frank Gehry) o como en sus obras, melcocha estirada alrededor de centros de actividad, evidentemente cuesta más (pero muchísimo más) que el ángulo recto de Corbusier. El que haya logrado que se calcularan y se construyeran estructuras “imposibles”, con presupuestos desbordando varias veces el costo previsto inicialmente, es un misterio que únicamente puede explicar la dinámica igualmente excepcional de la economía financiera y de la política globalizadas. Zaha Hadid inventaba un objeto arquitectónico, abstracto, más una hipótesis que una obra. Alguien, luego, resolvería cómo construirlo. El íntimo nexo tradicional entre imaginación y métodos y técnicas constructivas, que hace de la arquitectura el arte más concreto y material, se rompe. No importa cómo y con qué se construye. Tampoco importa, para mayor sorpresa, cuánto cuesta. Los costos no parecen interesar a los ricos del mundo industrializado o a los chinos que van por ahí, en la misma senda. Es legítimo pensar que la obra de Zaha Hadid, dramáticamente interrumpida, representa todo lo contrario de lo que pregonaban los principios fundamentales de la arquitectura moderna del siglo XX, racionalidad, funcionalidad, coherencia constructiva, respeto por el entorno urbano, sensatez y búsqueda de armonía a escala humana. 

Espacios y volúmenes fantásticos a un costo fantástico: en resumen ahí está su novedad, es lo esencial. Por supuesto, sería de tontos negar la coherencia formal y hasta la elegancia de los volúmenes que ha diseñado Zaha. Como también sería tonto negarse a reconocer la increíble audacia con que se ha lanzado a participar y a ganar en concursos internacionales en medio mundo. Ni es posible no reconocer que sus curvas sin fin y sus líneas rectas y quebradas (que a veces también las hay) constituyen notoria razón de asombro y de auténtica sorpresa. Si se busca eso, maravilla, deslumbramiento y estupor, en todas las obras de esta arquitecta se hallarán centenares de episodios que merecen el desconcierto y la fascinación. Reconocerlo es un acto de objetividad. Pero, a la vez, es importante señalar sus contradicciones. Que con sus disparates que bordean el abismo de lo ilógico, con sus curvas arbitrarias, una vez ya construidas y haciendo parte de una potente realidad mediática y profesional, ha puesto punto final a tabúes tradicionales en la arquitectura moderna. Con sus formas totalmente irracionales, arbitrariamente decorativas en el peor sentido, o, en todo caso, separadas de una seria lógica constructiva material, también ha abierto, tal vez más que en el caso de sus colegas del calibre de Frank Gehry, el dilema de cómo llenar la brecha creciente entre la arquitectura posible en el primer mundo, en el mundo de la riqueza, la opulencia y el derroche, y la que tiene sentido en el mundo de la periferia, como el nuestro, con sus penurias, su pobreza, su vida elemental y sus cargas primitivas. Pero no sólo, entendámonos, con la periferia de la modernidad, que el asunto es también con el centro, con Berlín, con Paris, con Londres, que la economía, la discriminación y las penurias culturales son parte de sus grandes conflictos internos. El clásico desinterés de Zaha Hadid (no son mi problema), hacia la vida de los trabajadores, por los accidentes mortales que afectan a la multitud de los esclavos anónimos que construyen, en los países árabes, sus edificios, es parte también de su mismo desinterés hacia lo que no se presta a la conmoción, a lo excepcional, a lo increíble, a lo desmesurado. 

Es aquí, frente a la doble cara de este dilema, cuando lo absurdo y frívolo de la arquitectura de Zaha Hadid, estalla, como fruta madura, y muestra su negación de todo lo más sano que la historia de la arquitectura ha depositado en las ciudades del mundo. La oposición radical entre el hábito de las formas geométricas que nacen de la funcionalidad y del uso racional de los sistemas constructivos, (p.ej. Le Corbusier, Aalto, Murcutt) y la aplicación indiscriminada y extravagante de la fantasía individual, como en el caso de esta excepcional arquitecta árabe-británica, no es exclusivamente una oposición formal, una cuestión de estética (que sí lo es, naturalmente, ya lo vimos). Es también, y sobre todo, una oposición entre el deber ser de una arquitectura responsable, comprometida en la construcción de un mundo hermoso, sano y sensible, en las peores condiciones imaginables, (que son las típicas de la enorme mayoría de la población del planeta) y la arquitectura irresponsable, que a partir de la exaltación de los egos personales, disfruta de los espacios para los juegos que le permiten el poder. 

Así que, resumiendo, si Zaha Hadid es el símbolo del rescate del papel de la mujer, una etapa más en el incompleto proceso de emancipación femenina del machismo cultural, gloria a Zaha. 

Si Zaha Hadid es el símbolo de la irreverencia hacia lo “normal”, un símbolo de la liberación de la imaginación, manifestación concreta y contemporánea de libertad de imaginación y de inventiva, bienvenida su memoria, especialmente en un mundo como el nuestro, atenazado por la indisciplina social, por el desconocimiento profesional y la mediocridad del poder. Pero si Zaha Hadid es el símbolo más actual de la irresponsabilidad social y cultural, el símbolo que fomenta la frivolidad del rebelde sin causa, y que aprovecha los resquicios del poder cual juglar de la corte del rey, entonces es recomendable, en un mundo como el nuestro, condicionado peligrosamente por la imitación, declararla como una “cause celébre” más, de la decadencia de Occidente, y dejarla de un lado, disponible para los historiadores de siglo XXI. 

Pero concluyamos -apoyándonos en la necesidad, acaso más personal que general, de un descanso en la polémica- con una consideración que es más una mueca que una contrariedad. 

Zaha Hadid nos va a hacer falta. Sin sus aberraciones voluntariosas, sin su estampa de mujer arrogante, sin el rastro de sus raíces árabes en los conflictos de un contexto tremendamente competitivo, el mundo de la arquitectura ha perdido un punto de referencia apasionante.

 Galaxy Soho Beijing, China, 2012

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