La otra cara de la modernidad


La conferencia del profesor Alfredo Mariño (en el MUSARQ, el 10 de julio) nos dejó, a los asistentes, el deseo de seguir discutiendo aspectos medulares del concepto de modernidad. De esa modernidad de la cual se supone que debemos andar orgullosos, nosotros los venezolanos, ya petroleros, que estábamos a la cabeza (así reza, por lo menos, nuestra mitología particular) de esa América Latina de los años cincuenta. De esa modernidad que supuestamente es el fruto de nuestros esfuerzos conscientes por desarrollarnos civilizadamente.

Pues Mariño nos recordó también otras cosas. Muy rápidamente y de manera sucinta para no perder el impulso del desafío especulativo: La modernidad occidental es el resultado de las dos revoluciones, la mercantil y la industrial. Por lo tanto es justo recoger de ella todos los postulados que hacen referencia a los grandes ideales que las acompañan en sus versiones originales: la ambición de progreso, la racionalidad científica como instrumentos de civilización, la organización del estado democrático, los derechos humanos, etc. Pero también es cierto (y aquí es donde comienza la polémica) que esa modernidad pudo y puede lograrse en Occidente gracias a, uno, la explotación inmisericorde de las clases subalternas de Europa y luego de EEUU, y, dos, a la explotación idénticamente inmisericorde de la colonias en América, África y Asia.

Esto es: la modernidad, lógicamente montada en el desarrollo tecnológico del capitalismo, ha podido realizarse históricamente gracias a su otra cara: el atropello violento, en el caso concreto el que se ha realizado en nuestros países siempre colonizados, subordinados, condicionados: subdesarrollados. Conclusión incuestionable nuestro subdesarrollo ha sido y es condición indispensable para el desarrollo de los países dominantes.

Así, nosotros somos y hemos sido siempre modernos porque el desarrollo occidental (cuya hija legítima es la modernidad) siempre se ha compuesto de los dos aspectos ya citados, dos caras del mismo fenómeno, imposibles de separar, el resplandor del capitalismo imperialista central y el aplastamiento inicuo de la periferia mundial.

Y nuestra modernidad nace con la modernidad occidental sólo como reflejo (objetivamente no podría ser de otra manera) de esa modernidad, en todas sus modalidades históricas. El profesor Mariño la llama “modernidad adjetivada” para distinguirla de la modernidad original.

De estas condiciones se deducen varias cosas: las razones “genéticas” del espíritu imitativo al cual parece que estamos condenados, y la necesaria distancia de observación (respetuosa pero también, cuando es el caso, bien irreverente) de la cultura centrada en y desde los grandes valores occidentales. No es lo mismo admirar desde la inocencia, el faro lejano de la civilización, que estar conscientes de que uno está siempre implicado, como la parte pasiva, en un proceso de explotación que ha proporcionado y sigue proporcionando razones culturales y aparente profundidad de sentido, a esta civilización global. Porque, en definitiva, la maravillosa MODERNIDAD (sin ironía) -la de ellos- se ha construido siempre sobre nuestros hombros – los nuestros-. Aplastándonos.

Es por ello que sería interesante abrir una discusión que contribuya a destronar una de las maneras más negativas pero también más difundidas y aceptadas, de entender nuestra modernidad, en el público, en la profesión y en la academia.

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