De Ética y Moral

Desde un supuesto lugar privilegiado, donde la ética y la moral reinan puras e impolutas, se le hace un llamado a quienes están en “la acera de enfrente” para que abandonen la ideología y regresen a la razón. Si no se tratase de un asunto dramático, involucrado en términos temporales inaplazables, sería oportuno un buen debate sobre el papel crítico de quienes, dentro de la profesión, se supone han tenido o tienen todavía, un papel destacado, y que sin embargo siguen confundiendo personalismos con análisis y crítica arquitectónica. Pero ese debate exige calma y tiempo. Después de las grandes elecciones próximas habrá condiciones para llevarlo a buen término. Como debe ser. Sin apremios angustiosos y con las mejores intenciones de escuchar y de reflexionar.

Pero en este momento, es indispensable una respuesta categórica. Porque el emplazamiento que se hace es inaceptable, no sólo por ser de una arrogancia inusitada y de una retórica obsesiva. Sino también porque carece completamente de esa capacidad de medición comparativa, por llamarla así, que consiste en saber discernir lo prioritario y determinante de lo secundario y lateral en el momento histórico en el cual estamos envueltos. Totalmente absorbidos por una ideología claramente reaccionaria y conservadora, desde su trinchera de superioridad se tiene la impúdica desfachatez de acusar a los demás de pecado de ideología.

Deducir de lo que está ocurriendo en este país y en América Latina, que lo que únicamente promueve los cambios revolucionarios son los viejos resortes de la autocracia, de la ambición de poder o del militarismo, significa no haber entendido absolutamente nada de lo que está pasando. Significa colocarse de espaldas a un movimiento, más que político, social o económico, casi de naturaleza antropológica que, como un milagro histórico, está conmoviendo a toda la región. Significa no haber comprendido mínimamente, desde su ceguera y orgullo de reaccionarios, desde su distancia clasista, el peso humanista de las transformaciones que se están impulsando en las ciudades venezolanas. Cuando se niegan los cambios gigantescos, se ignoran las ingentes transformaciones, y –desde (¡ojo!) la ideología más aberrante- se tachan precisamente de manipulaciones ideológicas a los programas de trabajo del Estado, se demuestra que se ha perdido, tal vez para siempre, toda capacidad de discernimiento. Que justamente se han tirado por la borda los principios de ecuanimidad de juicio y de proximidad fraternal con quienes más padecen por las injusticias, para abrazar los intereses de los carnívoros poderosos que habitan en los bancos y en las transnacionales del imperio. Y si siguen pensando que estas observaciones son simplemente el resto de los clichés izquierdosos, ya superados por los tiempos luminosos del posmodernismo y de la globalización, es que han perdido completamente contactos con el mundo real y verdadero.

Una gran lástima. Una gran lástima que ya no sean capaces de poner su sensibilidad de hombres cultos, de arquitectos competentes, de escritores diestros, en la perspectiva que mencionábamos en un artículo anterior. La realidad, si se quiere entender con intención medianamente seria y objetiva, precisa ser observada no sólo desde una escala de uno a uno. Exige ir y volver rápidamente de los conflictos y problemas inmediatos -sin renunciar, obviamente, a descubrir y señalar errores, equívocos, tropiezos y desaciertos- a las dimensiones del conjunto, a las del contexto global de la vida social. Entraña superar la estrechez de miras, elevarse del nivel del chismorreo, del nivel de la urticaria de los detalles, hasta los grandes parámetros nacionales y mundiales que únicamente se comprenden en escala uno a cinco mil. No hacerlo así, es retractarse de ese papel de voz crítica que se pretende asumir,-y que sería deseable que se ejerciera honestamente- para permanecer en el campo mezquino del resentimiento patético.

Confirmado. Lamentable. Una vez más, han perdido el norte.

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