Vuelvo (Relato)


Autor: Enrique Rojas 

Son las 3, abro los ojos y, sin pensar, volteo la cara hacia el reloj digital que descansa en la mesa de noche. Me costó conciliar el sueño. Quizá por las emociones, los sentimientos encontrados, la expectativa de volver y “maratonear”, como diría Santiago, competir, volver después de 40 años a una ciudad que ya no habito, pero siento profundamente mía. 

Vuelvo a unos espacios que casi no logro reconocer. 40 años es mucho tiempo. Decidí venir sin compromisos, con amigos o con familia. Vine de incógnito, y así me iré. Volví tan solo por la experiencia del maratón. 

Recuerdo limpiamente la tarde que me fui, la lluvia pertinaz, Caracas empapada, la tristeza de saber que ya no regresaría, las diferentes ciudades, los distintos escenarios en los que siempre me sentí actor de reparto, y recuerdo el primer maratón, San Silvestre… Era tan joven. Luego le tomé el gusto y siguieron las competencias: Nueva York, Boston… Sin embargo, San Silvestre siempre tuvo un especial encanto. Última noche del año, cierre de un ciclo, o como quiera que sea, recorrer las calles de Sao Paulo tenía un especial color hasta el 91, cuando ganó Arturo. Después de ese año no hubo otro caso de allí en adelante. Los africanos ganaron uno tras otro y no dejaron espacio para nadie. 

Fue Santiago quien me habló del CAF. Desde el 2012 quise venir y competir. Leía las reseñas sin animarme. Luego los 6 años de pausa casi me hicieron desistir. Después se agitó el temor de que ya no se diera y, sin embargo, volvió y volví, no sólo por la prueba física. Volví por el reencuentro, volví para percatarme de que aún están allí los espacios donde habitó el niño que alguna vez fui. Ciertamente, ya no soy el mismo, cedo al lugar común de reconocer que los años pesan, por eso elegí los 21 kilómetros, y eso está bien. 

Sentado en el borde de la cama termino de ajustarme los zapatos deportivos. Aseguro las trenzas, cierro los ojos y recorro una vez más la ruta. Afuera hace frío. Camino por calles desconocidas, íngrimas y silenciosas. La partida será a las 6 desde Los Caobos. A las 5:45 estiro los brazos, flexiono primero la pierna izquierda y luego la derecha, muevo el cuello y descubro la silueta del cerro dibujada contra el abismo azul añil del cielo. Una masa humana colorida y extrañamente silenciosa comienza a moverse hacia el Oeste, a pesar de la madrugada. Se perfilan allá lejos las fuentes, los árboles, las diagonales y las rampas que alguna vez trazó Galia, los bancos donde pasaba las horas ausentes de liceo y de mis clases, en una época donde todo sueño estuvo siempre al alcance de la mano y el tiempo era un recurso infinito y renovable, el escenario de los torpes intentos del amor, el de las risas y los llantos y la alegría de entender finalmente para qué había nacido. 

La masa sigue moviéndose, toma velocidad y pasa rauda frente a la mole de concreto del Teresa Carreño que navega entre los verdes y marrones del parque, al lado de un Ateneo donde, por primera vez, sentí la conmoción de ser testigo del teatro y de la danza, del juego del arte del cual jamás pude escapar. Imagino allá la plaza perfectamente circular tensando los amables pórticos de los museos de Villanueva y adivino la escultura “La tempestad”, que seguramente sigue allí inmóvil en su angustiosa búsqueda, por siempre la anciana abrazará a la niña y extenderá su mano hacia un horizonte eterno y cada vez más lejano. 

Ausente del pelotón que me rodea, bajo desde lo que alguna vez fue el Paseo Colón y por más que me esfuerzo no logro reconocer la Avenida Bolívar, en una confusa mezcla de pretendido orden y absoluta precariedad. Comienza a clarear y al fondo se recortan las Torres de El Silencio, sin esfuerzo casi logro ver la brillante estrella colgada entre los dos edificios en aquella navidad del 65. El paso es firme y constante cuando desemboco en la O’Leary, allí está intacta la vieja plaza, las toninas de Narváez y el marco cálido y sombrío de los pórticos de los Bloques. A paso firme, continúo cuando a mi derecha me sorprende, envejecido, cercado y asediado pero aún reconocible, el Fermín Toro, mi liceo del primer bachillerato. Evoco las clases de artística y las tertulias teatrales del viejo Monasterios, siempre bajo las miradas calladas y lánguidas de Juana Sujo y Alberto de Paz.

Me enfoco y giro, paso sin pensar frente al Calvario y sigo bajando, entro casi sin darme cuenta en la Avenida San Martín. La horrenda estructura del elevado me impide ver lo poco que queda de la Plaza Italia y la iglesia de Palo Grande. Continúo subiendo hacia Vista Alegre. El pelotón ya menguado baja hacia la O’Higgins. A la derecha el Puente de Los Leones es sólo un recuerdo difuso. Al rodear la estatua de la india atrapada en su minúscula porción de pavimento, no puedo evitar recordar las tardes de natación en el Velódromo. Erguida la cabeza para tomar aire, logro atisbar a la mujer que en una terraza de las Quintas Aéreas levanta su taza de café y saluda a la mañana. Ahora la avenida Páez se abre continua e irreconocible: solo pertenece a mi registro la serena presencia del antiguo Pedagógico y al final las plazas, Páez en su inmensa soledad, lanza en mano arengando a sus llaneros, y Madariaga diciéndole no a todo desde hace 200 años. 

En lo alto y a lo lejos, lejísimo, Villanueva, otra vez, se asoma desde un ventanal de la unidad residencial. Sigo hacia la Roca Tarpeya y me asombra el entorno surrealista y absurdo del Helicoide. Atrás van quedando jirones del telón multicolor de corredores que fuimos. Bajo hacia la Avenida Victoria, que indica la ruta, la Presidente Medina de mi niñez. Los nobles edificios de autor desconocido y las aceras de una Caracas cincuentona se resisten a sucumbir a los estragos del tiempo. Continúo. Respiro. Un, dos, tres. Marcho rumbo a Los Próceres, buscando entre el gentío los recuerdos de momentos que ya no están y me descubro en el giro de regreso frente al Círculo Militar, donde el bronce de las ventanas se convierte en espejo. Me alejo de las fuentes, de la redoma y ya en el paseo Los Ilustres reconozco, a pesar del tiempo y el maltrato los pavimentos, las farolas, los menguados jardines.

La masa acusa ya notables deserciones y vacíos, los lunares se hacen cada vez más evidentes y notorios, la marcha se reduce, las caras ya no sonríen y el esfuerzo se hace sentir, alguien grita, “Vamos, carajo, que falta poco” y un murmullo que pretende ser animado le responde. Bordeando la Ciudad Universitaria, la pirotecnia del recuerdo estalla una y otra vez y allá viene desde muy lejos aquella tarde luminosa del Aula Magna, bajo las nubes de Calder y las togas y los birretes y el himno nítido, claro: “Campesino que estás en la tierra, Marinero que estás en el mar, esta casa que vence la sombra…” 

De repente, la arcada de las tres gracias y, de repente, la FAU. De repente los estadios, de repente otra vez el cerro, ahora totalmente de frente, inabarcable, ostentosamente verde, y doblamos en la esquina del Edificio Los Andes, La Previsora y el giro de los pocos hacia la meta. 

Hace ya un buen rato los primeros han llegado y esperan al contingente rezagado y exhausto. Un, dos, tres, cuatro, cinco y cruzo el arco de llegada. Alguien a mi derecha saluda levantando los dedos. Ahora retomo un trotecito, lento y calmado. Respiro, suspiro, me hidrato, un niño me sonríe y no respondo, aquí estoy, quiero evadirme del bullicio, pero es casi imposible. Al final me cuelo por una rendija entre la gente y me alejo en dirección al este. 

El mandado está hecho. Estoy en Caracas, estuve en el maratón. Sólo por esto vine, en silencio llegué y en silencio me iré, pero aquí estoy, he vuelto. 

Finalmente, volví. 

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