Nosotros, con defectos y todo


por Juan Pedro Posani

Con toda seguridad, porque nos ocupamos de museos, y el MUSARQ es nuestra realidad de todos los días, realidad de trabajo, de preocupaciones de oficio, de intereses múltiples pero relacionados con el proyecto museal, hasta y sobre todo presencia de espacio físico, realidad que nos envuelve y que constituye, diríamos, nuestro paisaje de vivencia diaria: nuestra casa, y en ella discutimos e imaginamos cosas; es seguramente por ello que nos apasiona explicar por qué razón la estructura del museo está dejada a la vista, con todos sus defectos, irregularidades e imperfecciones, tal como salió de planta y tal como se montó febrilmente en pocas semanas. Es una pregunta frecuente de amigos, de colegas, de desconocidos.

Conviene contestarla. Nos dicen, no está acabada todavía, seguro la van a recubrir, se les acabó el presupuesto. Se sorprenden cuando les decimos que no, que está bien como está, que se trata de verla de otro modo, de un modo diferente a como estamos ya acostumbrados a ver las cosas, o a como nos acostumbraron a verlas.


Pero primero un pequeño recuento, porque el asunto va para largo. La estructura de concreto armado y de microconcreto reforzado es un diseño y una producción prefabricada de un muy conocido ingeniero, José Adolfo Peña, autor o colaborador de numerosas obras de alta ingeniería, que han entrado ya en la colección de obras destacadas de producción nacional como, por ejemplo la estructura del Museo de Bellas Artes de Caracas. Las piezas prefabricadas, compuestas de cemento y de ángulos de acero, llegan a la obra con el acabado relativamente irregular, con esa cierta tosquedad que las caracteriza debido a la forma de su producción. Una vez instaladas, esas imperfecciones minúsculas, esas manchas, esa tosquedad material, esos microdefectos, están allí a la vista y nos recuerdan con sus texturas, con la solidez de sus arrugas, ganchos y soldaduras, con sus torpezas todavía artesanales, con el color de su peso, su absoluta, definitiva lejanía de la brillante, pulida, espléndida perfección industrializada, de cristal y acero inoxidable, que el progreso tecnológico ha impuesto como gusto y visualidad estética en el llamado primer mundo.


Esas estructuras somos nosotros. Así somos en este país. Se trata de un reflejo cabal de nuestro llegar pero apenas, de nuestro biorritmo de retraso y de inteligencia de inventores, de vacíos inevitables, de saltos a punta de improvisación. Un resumen sólido de todas nuestras circunstancias históricas: vivo retrato de cómo construimos y sabemos construir o de cómo se nos olvidó construir, en un país que tiene sus carencias excepcionales, sus propias características dinámicas, contradictorias y vivas como ninguna, porque también por ello somos capaces de insospechadas hazañas y explosiones sociales inconcebibles.


Pero allí está la barrera: se nos ha dicho desde hace décadas y siglos, que debemos imitar a lo que se hace en el primer mundo. Se nos ha convencido de que nuestra realidad periférica está destinada a cambiar tan sólo si seremos capaces de repetir como loros disciplinados los giros, modos y morisquetas de aquel mundo que nos ha expoliado y deformado a más no poder y que se nos aleja vertiginosamente en una decadencia lujosa, irrefrenable pero bellísima, a juzgar por las obras mortalmente tendenciosas que produce y que tal vez sólo un Goya sabría representar. En lugar de convencernos de que es nuestro derecho de explotados de la historia, a usar a como nos dé la gana la cultura que el mundo ha acumulado, en cambio con LIFE, Hollywood y ahora el MOMA y CNN, se nos ha inculcado la idea de que nuestro papel en el planeta es correr, pedigüeños y agradecidos, detrás de los ideales estéticos, de los parámetros de comportamiento correcto, de las modalidades de vida social, que ha impuesto la hegemonía cultural del capital. Es por ello que defendemos tercamente estos materiales imperfectos, estas arrugas del concreto, estas heridas abiertas de las soldaduras. Estas estructuras, hay que repetirlo, son como nosotros. Nos recuerdan las manos de unos obreros anónimos, del sudor de horas de trabajo de inexpertos habilidosos, de la inteligencia asombrosa que nace donde no debería de acuerdo con las leyes de la sociología, si ésta las tuviera…No es posible, no es moralmente aceptable que nos avergoncemos de ellas, que queramos esconderlas, que queramos anestesiarlas, borrarlas, ocultarlas, mimetizarlas o maquillarlas.

Es por supuesto también un asunto de nueva estética, de cambio de gusto. Hasta de otra decencia visual. De captar en las minucias de las texturas el vigor de todo un código material de bellezas escondidas, como ocurre en la corteza de un árbol, en la piel de un elefante. Pero también, para que vean, un asunto de economía y de política.

En todo caso, si nos preguntan, quienes vivimos con ellas, nos acostumbramos a quererlas. Y mucho.

Comentarios

Entradas populares