La ciudad y el poder de la moto y del arma


La ciudad, que es el tema fundamental de reflexión para este museo, no está hecha sólo de edificios y de calles. Están sus habitantes. Y la ciudad es un sistema, más bien es una superposición de sistemas: sistemas de vida, de hábitos, de cultura, de normas de propiedades, de permanencia, de movimiento, de circulación. Muchos de ellos en contradicción entre sí. Uno de estos sistemas, el del sistema urbano del movimiento individual, es un claro ejemplo de cómo sus prerrogativas causan, cuando adquiere una autonomía desmesurada, junto con indiscutibles ventajas individuales, graves perjuicios colectivos. Nos referimos específicamente al sistema de movimiento y de micro-circulación que es típico, a estas alturas y en nuestro medio, de los “motorizados”.


La moto es un irresistible ingrediente de poder. La moto es el instrumento-mecanismo que le permite, a quien lo usa, gozar de una envidiable libertad de movimiento, de velocidad, de agilidad, de ubicuidad, que en cambio no le está concedida a los demás artefactos del movimiento individual o público, de la circulación y del transporte urbano. Es lo que en el fondo le permite al motorizado, afirmando su independencia de las normas colectivas de tránsito, declarar su poder, el que se ha ganado desde la penuria y ganándole al desprecio, “yo puedo más que los grandes vehículos multimillonarios; a mi me podrán decir “escoria y chusma”, pero yo me río de sus normas de ricos; yo puedo andar donde uds. no pueden, cuándo y dónde me den las ganas, y nadie puede detenerme”. Es admisible que en ello hay una suerte de revancha por tantas derrotas y humillaciones, sutiles o sangrantes, pero ¿acaso no está también, clarísima, la otra cara, el alegato de fuerza y de violencia, la aseveración inconfundible de que se está en condiciones de ejercer el poder de desplazamiento en la ciudad, ignorando los derechos de los demás y según criterios que corresponden únicamente al dueño de la moto? Hay que reconocer que, en este caso, se trata de un insólito, catastrófico derrumbe de las relaciones cívicas, tolerado por el Estado, que queda extremadamente debilitado en su autoridad no sólo en el contexto “motorizados”, sino en muchos otros aspectos laterales y concomitantes que se ven involucrados y contaminados con las mismas impresiones de anemia y apocamiento público. Quien pierde en todo esto no es sólo la calidad de vida colectiva urbana, sino el Estado, vulnerado en su propio centro de poder, en su autoridad, en su necesaria capacidad de gerencia pública.

Estamos, pues, hablando de poder. Un tema actualísimo, un tema central en las relaciones entre todos los factores que inciden en el desempeño público. Porque así como la moto es poder, también irresistible ingrediente de poder individual es un arma, una navaja, un revólver, una pistola, una ametralladora. Muy bien lo ha señalado el padre Alejandro Moreno, sociólogo y estudioso del problema de la criminalidad, de sus causas y sus efectos.  1 Alrededor del sistema de poder que confiere un arma, es donde hay que investigar. La criminalidad, con frecuencia absurda e irracional inclusive si se considera desde los infelices objetivos egoístas que se propone, cuando actúa, como lo hace con demasiada frecuencia aplicando la violencia, matando con ferocidad, sin freno alguno, es sinónimo de ejercicio de poder. Hiriendo, matando, se afirma el poder, “yo soy más que tú; puedo más que tú; tu poder que te otorga el dinero o la posición social es una ilusión; yo me impongo en la escalera social con la fuerza de la violencia física”. Justo al lado del mecanismo ilegal de la apropiación -dinero, bienes, etc.- paralela a él, siempre pesa la ambición de poder. Para quien probablemente nunca ha tenido nada y a quien nunca le han dado nada, encerrado en la jaula de hierro de la pobreza y de la exclusión, y no ha percibido en su entorno (o en los contubernios de lo poderosos, o en la pantalla de la televisión) sino ejemplos de que la violencia sin contención es el mejor método para llegar al milagro de la felicidad que supuestamente da la riqueza, no existe ninguna vía alterna para salir de la penuria, de la sumisión o del bochorno humillante del rechazo. Que no repita a su escala lo que le propone la jungla social que se origina y sustenta en la lógica del capital: sálvese quién pueda y cómo pueda. Si, de la realidad social venezolana y de su comportamiento, recortamos los dos sistemas o los dos mundos, el de los motorizados y el la criminalidad, nos hallamos, a pesar de las diferentes cargas humanas comprometidas, con una singular similitud o analogía en lo que concierne a la función del poder. Y desconcierta reconocer que el poder, como residuo importante del atavismo animal inserto en la condición humana, sigue pesando desproporcionadamente en los componentes que deben ser tomados en cuenta al diseñar las políticas sociales. Es la triste realidad de la sociedad urbana que es nuestro entorno cotidiano. Es un angustioso contraste con lo que quisiéramos ser, seres de solidaridad y simpatía y creación humana: el monstruo de la violencia, solapada en la exclusión y en la injusticia social, y explícita en la criminalidad cotidiana, es un obstáculo inmenso en el empinado camino de la emancipación. 

Semejante tema, a la larga, no podía dejarse de plantear con imperiosa y dolorosa urgencia. Aún más significativa, en la vida urbana que a todos nos concierne, es la concomitancia, la cercanía, la parentela, entre los dos factores, la moto y el arma. Por condiciones absurdas, por ser violencia ambas, (leemos que en el 80% de los homicidios ¡está involucrada una moto!) y ambas factores de poder, se ponen hoy en el mismo plato, en la misma mesa de reflexión.

El sentido de la larga lucha por la emancipación en que se ha aventurado la humanidad desde cuando nuestros antepasados salieron de los pastizales de las llanuras de África, está directamente conexo con la lucha contra el poder en todas sus formas. El poder que, según dice Michel Foucault, “se muestra como feroz tiranía en los más íntimos detalles”2  y penetra en todos los pliegues de las actividades y de las relaciones entre los hombres en sus circunstancias comunes.

Si se quiere salvar este cambio político que recorre el país desde hace más de una década, si se quiere salvar la posibilidad de llegar a las metas de superior civilización que se ha propuesto, parece oportuno entonces reconocer los errores que se cometen y que se han cometido. Por el momento no importarían demasiado las razones, ni el contexto: hay una realidad, la de los hechos. Para la sensibilidad de la población del país, en todos los niveles sociales, no hay problema más importante que la explosión de criminalidad. Acatando un criterio de “realpolitik”, de pragmatismo político referido a lo interno, a lo doméstico, se toleraron, tal vez por un cálculo miope, los desmanes antirreglamentarios de los motorizados hasta un punto de no retorno, en el cual actualmente estamos. Aún considerando su utilidad, resultado de la incapacidad socio-tecnológica de comunicarse y de comunicar a través del correo o las vías “normales” de comunicación, hay que calcular los daños que afectan al colectivo. El conjunto social de los “motorizados” parece incontrolable. Se ha salido demasiado de las posibilidades de normalizarlo. Para decirlo coloquialmente, de ponerlo en cintura. El Estado, con su política de tolerancia, (habría que ver con qué dosis de oportunismo), ha perdido la alternativa de orientar a la brevedad y de reconducir a la normalidad cívica a la masa de motorizados que está prácticamente desbocada. A menos que esté dispuesto a perder una parte de sus simpatías en algunos sectores populares. Pero tal vez podrá ganar otra en el conjunto de la población. De nada vale repetir e insistir con toda razón que la gran mayoría del contingente de motorizados está compuestas por gente útil, decente y trabajadora y que la criminalidad que se aprovecha de la moto es cuantitativamente reducida. Eso es absoluta y completamente cierto. Pero también es cierto, con la terquedad y contundencia de los hechos, que el hábito de ignorar las normas de tránsito es ya un hábito universal y que, por otra parte, los números criminosos que se deducen de las estadísticas son impresionantes.

Otra tarea más, urgentísima, para la dirección política de nuestras ciudades.

jpp.
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[1] Alejandro Moreno, entrevistado por Vanessa Davies en El Correo del Orinoco, 27.01.2014, www.aporrea.org/ddhh/n244018.html
[2] L´Arc, n.49, 1972, Un diálogo sobre el poder, Gilles Deleuze/Michel Foucault

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