La epopeya del Gran Zimbabwe



Nuestra occidentalización es profunda. No cabe ninguna duda. Hay razones para ello. Nuestra historia, así como la historia de todos los países que han estado sometidos, en algún período, a la voluntad y a la explotación inmisericorde de los imperios, aportan datos contundentes. Sería ingenuo pensar que con volver a examinar críticamente esas historias desde la perspectiva del aprendizaje moderno, cambie de inmediato nuestra sensibilidad, gustos, visión del mundo, patrones de conducta. El proceso es tan lento como enraizadas son las deformaciones culturales y las torceduras mentales.


Pero eso no es ni debe ser excusa para no seguir perseverando en la tarea de volver a colocar a las ideas sobre sus pies, al mundo en el color que realmente le corresponde, a la vida colectiva con el sentido de la justicia. La cultura, en nuestro caso arquitectónica, nos exige que el estudio de la historia se dilate hasta recuperar tantas sendas tapiadas por lo eurocéntrico, tantas áreas valiosas de la acción humana ocultas bajo el esplendor de la cultura occidental. Es por ello que quisiéramos recordar hoy, aquí, en este blog, uno de esos tantos episodios, uno al azar, de esos ignorados o no suficientemente iluminados por el verbo profesoral en nuestras universidades, en las cuales, todavía hoy, se hace como si Asia, África, Oceanía y Australia, no existieran. Se entiende que, más cerca de nosotros, no es fácil poner en el mismo plano de atención a las creaciones de Palladio y a las de los indios Piaroa. Nada más al mencionar esa posible faena, estallan las dudas y las objeciones.

Pues bien, aquí está una obra y lo que puede tomarse como una pequeña provocación. Entre el siglo diez y el catorce, en lo que hoy se conoce como Zimbabwe, en el sur-este de África, existió una ciudad de piedra construida por el antiguo pueblo Bantu, el que se llama más recientemente, pueblo Shona. La belleza extraordinaria de los enormes muros de granito de hasta once metros de altura, que encierran y abren espacios milagrosos donde lo que predomina es una fluidez y una monumentalidad que recuerdan las grandes esculturas de Richard Serra, iguala la competencia artesanal con la cual las piedras están talladas y compuestas. El Gran Zimbawe se impone con una autoridad formal tan categórica que toca nuestra sensibilidad moderna. Espectacular es la potencia con la cual, hace mil años, los arquitectos anónimos de esa etnia africana han modelados esos muros sinuosos, recostados de las masas graníticas que surgen del suelo o envolviéndolas hasta convertirlas en monumentos alegóricos, bien representados en su cerámica y en sus pájaros de piedra.
 


¿Hay algo que aprender de esta historia poco conocida?1 ¿Hay o no en este episodio de genuina arquitectura africana, algo, además del asombro que produce, que nos abra los ojos, los sentimientos y despierte el entusiasmo para acercarnos a descubrir y asumir capítulos inéditos de la creación universal?

Dibujos, Juan Pedro Posani

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En realidad, poco conocida, para nosotros. El “Great Zimbabwe” fue descubierto por los comerciantes portugueses en el siglo XVI. Declarado patrimonio en 1986 por la UNESCO, ha suscitado un relativo interés turístico desde entonces. Para quien quiera disponer de mayor información, hay una abundante literatura especializada, pero también la hay abundante en Internet. Para ir a golpe seguro, es de recomendar el excelente texto de la colección Oxford History of Art, Early Art and Architecture of Africa, de Peter Garlake, 2002.

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