Una diferencia
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Murcutt, Australia |
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Koolhaas, Beijin |
La arquitectura, la que llamamos la gran arquitectura, tiene una historia propia, como, por demás, todos los ejercicios prácticos de todas las profesiones y de todos los oficios. De la naturalidad de ser instrumento imprescindible para la protección de la vida, nacido en el abrigo de la caverna o con el primer caney, hasta la elevación a fórmula de belleza suprema, espacio de fruición social, ha sido un largo trecho. En occidente, el arquitecto y su obra, en los últimos dos o tres siglos han ido adquiriendo una presencia colectiva, articulada en un artificio complejo de normas, leyes, instituciones de formación, difusión y reconocimiento oficial y aplauso público. Un peso cultural extraordinario, que ha adquirido una autonomía propia, comprensible únicamente si se atiende a la inmensa utilidad social de las obras que el arquitecto diseña. Pero resulta que a todo esto, a toda esta maraña de relaciones de trabajos, a esta red trabada y entretejida de conocimientos particulares, a este cuerpo colegiado de significados y significantes, se ha agregado ahora una dimensión nueva, jamás antes involucrada en el noble oficio de Ictino, Miguel Ángel y Corbusier.
Pero en este nivel progresivo de globalización, hay un aspecto adicional o paralelo que conviene aclarar: las firmas de arquitectos comportándose como agentes activos y poderosos en el mercado y rivalizando por lo que se construye en el mundo. Podrá uno imaginarse de qué manera debe pesar en las reuniones de decisiones y críticas de proyectos, la definición de estrategias y de selección de estéticas, las tácticas a seguir en los concursos, en la búsqueda de situaciones polémicas, en la participación en encuentros internacionales, en el empleo utilitario de la industria editorial especializada, y en un largo etcétera. Un fuerte indicio: la polémica de estas semanas entre algunos de los involucrados en la Bienal de Arquitectura de Venecia. Causa risas esta peleita entre gigantes de pies de barro: Eisenman declarando oficialmente la muerte cultural de Koolhaas, Koolhaas, el rey de la hipérbole y del egocentrismo, llamando a la cordura y a la modestia original, y Daniel Libeskind, para no quedar excluido, regalando vacuas definiciones de una supuesta arquitectura sin ideología. Se regañan entre ellos señalándose como culpables de haber participado en la carrera de obstáculos de la arquitectura del espectáculo que, ahora que los apremia la crisis, rechazan para defender la humanidad y sus querencias más profundas. 1Todo ello, polémicas y acusaciones, calculadas nuevas tomas de posiciones, no se pueden desprender de este paisaje de gigantescos contratos y de famas artificiales construidas a punta de publicidad.
La diferencia con nosotros, y a esto queríamos llegar, es que nada o casi nada de tamaño enajenamiento económico-profesional-cultural ha llegado a las playas de nuestra periferia caribeña. Nuestros contratos son más pequeños, el peso cultural de la arquitectura es mínimo, los gobiernos no se ocupan mucho de esta profesión que puede alcanzar, sí, alguna importancia, pero siempre, como debe ser, en razón de su funcionalidad práctica. Así que hay que tomar conciencia de que una enorme distancia, para nuestra suerte, nos separa de esas polémicas y de esos despliegues de intereses que tanto cargan en el sistema editorial internacional. Puede que algún rebote, en la medida en que también somos fauna para buenos cazadores, algún comentario pueda hacernos creer que estamos interesados en las peleas de los grandes carnívoros. Pero todavía nuestra arquitectura está unida muy de cerca a problemas terrestres, muy humanos en sus dimensiones antropológicas, muy simples o domésticos si se quiere, pero tan esenciales y prioritarios.
No hay que ser ingenuos. Somos pequeños y todavía nos salvamos. Todavía podemos hablar de arquitectura como un asunto separado de las ambiguas especulaciones bursátiles. Son problemas y peleas de ellos, no las nuestras. Si mantenemos esa distancia y somos capaces de no caer en la envidia del desarrollo desaforado, incluyendo sus reconcomios internos que a codazos o a mordiscos, como en el fútbol, pretenden marcar las sendas del progreso arquitectónico, tal vez podremos seguir sin grandes daños en este difícil caminito de encontrarnos a nosotros mismos, como somos, con nuestras virtudes y nuestros defectos. Pero con las esperanzas intactas.
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[1] Un ejemplo del nivel de confrontación: desde otra banda (otro congreso) Dominique Perrault dispara: “¿Koolhaas? Él ha pasado de ser una superestrella a ser un superdios a cuyo alrededor hay como una secta, todo gira a su alrededor. Es el nuevo anticristo” El País, 12 de junio 2014.
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