La larga marcha a la modernidad


La modernidad construye y destruye.
 Caracas en la década de los 50.
Foto Paolo Gasparin
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El mundo está condenado a ser moderno. No parece que haya otra alternativa. Hasta el momento, muy a pesar de todos los indicios –más que indicios, pruebas- de que la modernidad, hija legítima del "progreso", se ha vuelto nociva para la vida en el planeta, en todas las regiones del mundo en las cuales prevalece el atraso y el subdesarrollo, los “programas de trabajo” plantean alcanzar la modernidad.


Lo más pronto posible y a cualquier costo. América Latina no se queda atrás. Desde hace doscientos años ha emprendido la larga marcha a la modernidad. ¿Habrá que recordar, como un caso típico que se repitió por todo el subcontinente, el enamoramiento desbordado de Sarmiento por todo lo que fuera francés? En Venezuela, con la guerra de independencia comenzó un proceso político de carácter autoritario para ponernos al día con los adelantos del mundo desarrollado. La secuencia Bolívar, Páez, Guzmán Blanco, Juan Vicente Gómez, Pérez Jiménez, destaca con absoluta claridad esta meta: a este país hay que modernizarlo. En cada proclama, en cada discurso, en cada toma de posición de los líderes de la política y de la cultura criolla, desde 1812, es recurrente la referencia a la imperiosa necesidad de hacer que Venezuela sea moderna. Si no se dice con estas mismas palabras, es, sin dudas, con este mismo sentido. Imitar las conquistas productivas y sociales de Francia, Inglaterra y Estados Unidos, es el eje del pensamiento teórico y de la acción política. Y, hay que repetirlo, hay que lograrlo cueste lo que cueste. Con una visión de un oportunismo extremo, el dictador J.V. Gómez, con tal que ello le permita organizar al país en la senda de la modernización, hace entrega del petróleo venezolano a los poderes económicos del gran capital internacional. Pero ¿qué otra cosa son los planes urbanos de Guzmán o las carreteras de Gómez? Imitar es el mecanismo “civilizatorio”. A pesar de algunas voces, como las del nuestro admirable Simón Rodríguez (inventamos o perecemos), la consigna universal era la de repetir aquí lo que se hizo allá, porque la vida planetaria había demostrado en los hechos la bondad del progreso.

Costó más de un siglo de masacres "humanitarias" y de injusticias industrializadas (de colonización y de agresión a la naturaleza) para darnos cuenta de que esta modernidad, tan anhelada, no equivale automáticamente a bienestar y armonía social. El golpe final lo ha aportado la crisis ecológica y ambiental. Hay un creciente convencimiento de que hay que corregir en lo hondo de su esencia, a esta máquina del progreso que debe garantizar alcanzar la modernidad.

Y ya se sabe demasiado que no es esta modernidad la que le conviene a la humanidad. Menos aún a esta nuestra humanidad. Muy orgullosos de la modernidad venezolana, la que se desplegó en este país en los “dorados” años 50, debemos, sin embargo, preguntarnos si no es urgente plantearnos seleccionar otras sendas, si no hemos ya alcanzado un lugar privilegiado desde dónde percibir otro horizonte. ¿Esta es la ciudad que queríamos y la que nos merecemos? Porque es el resultado de esa modernidad. Ésta nuestra manera de construir y de hacer arquitectura ¿es la que interpreta a cabalidad nuestras prioridades sociales y el contexto geográfico y climático? Porque ella desciende de esa modernidad. En cambio, ¿es la modernidad de Villanueva, Fruto Vivas, Sanabria, Jesús Tenreiro, Jorge Rigamonti, Joel Sanz, y muchos otros de singularidad semejante, la que nos ponemos como término de referencia para los afanes y desvelos arquitectónicos de todos los días? La larga marcha a la modernidad debe ponerse en discusión. Hasta donde podamos, es un deber replantear el sentido, contenido y contexto de lo que seguimos llamando modernidad. Otra modernidad es la que debemos construir. Con el mayor respeto por la ciencia -que es esencial para que comprendamos mejor nuestra existencia en el cosmos y para resguardar nuestra salud- pero sin el atropello mercantilista ni la abolición de los sentimientos ni las falsas prioridades tecnológicas. Para ello habrá que borrar las palabras guerra y violencia de la actualidad humana. Nada menos.

Utopia, utopía… se repetirá. Pero es que no nos queda otro instrumento de observación del futuro. Por ahora.

El avión de la modernidad  Spirit of Saint Louis en el hangar de Maracay.
 Entre los asistentes de gobierno de J.V. Gómez, Arturo Uslar Pietri

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