Donde se sembró el petróleo


 Complejo Internacional de Acción Social por la Música Simón Bolívar, Caracas

Claro para todo el mundo, claro con la claridad de las pesadillas, es que Venezuela, de estar pidiendo lo imposible de las estrellas más altas y más luminosas, ha terminado rodando en un estremecimiento colectivo de angustias y de violencia. La inseguridad y el desabastecimiento son los castigos que nos acompañan en cada minuto de nuestra vida diaria. Que pesan como una capa de plomo sobre nuestros hombros y nuestras mentes. Que nos otorgan el sombrío privilegio de estar en lo más alto, en la cima, de los récords negativos del mundo, sumergidos en un mar de tristes decepciones. Con las ganas de los muchachos, de “irse demasiado”, ¿cómo estar, así, orgullosos del país, al amparo de la más simple y natural relación: habitantes/ciudadanos-terruño/patria? 

Hay, sin embargo, una roca de la cual aferrarse, un peñón de donde agarrarse para no ahogarnos. Hay algo de lo cual podemos estar orgullosos.

La música.

Increíble pero cierto. Por misteriosas razones sociológicas -que se hunden en los círculos, a veces virtuosos, casi siempre viciosos, del subdesarrollo- en Venezuela ha ocurrido lo inesperado -tan inesperado como el petróleo, regalo inmerecido de la geología- un estallido, una explosión, una epifanía generosa, un surgimiento desde lo más profundo: el ejercicio y la enseñanza social y colectiva de la música. El petróleo ha sido sembrado en la música. Una conclusión insólita. ¿Qué dirían de ello, Pérez Alfonso y Uslar Pietri? 

Veámoslo en una perspectiva histórica: la de estos últimos cien años. Con independencia de colores, banderas y revueltas políticas, no se sembró el petróleo en la industria ni en la agricultura. Ni suficientemente en la educación, ni en la salud. Pero, constatación asombrosa: donde se han conjugado -como en ningún otro sector de la vida ciudadana- previsión y perseverancia, decisión política e inversión de capital y aprovechamiento de los recursos y de la difusión mediática, y por supuesto, la abundancia de talento y el rigor de la disciplina, ha sido en la siembra y en el cultivo institucional de las formas musicales. Para asombro de todos, en la música el petróleo ha sido sembrado de manera increíblemente inteligente y oportuna. Y ahí están los frutos: Venezuela, frente a América y frente al mundo, se ha convertido en el país de la educación musical, del desarrollo de los talentos musicales populares, individuales y colectivos, de los directores famosos y de las orquestas aclamadas internacionalmente. ¿De dónde vino este ascenso de una pasión musical tan excepcional? ¿De dónde, tanto estudio, tanto alegre espíritu de equipo, tanta perseverancia frente a las dificultades? ¿Cómo este país, que ha vivido escasamente, antes de la invasión petrolera, de una producción agraria elemental y exportadora; que, oloroso a pólvora de guerras y revoluciones, se construido una imagen heroica y belicosa, que se ha dotado a duras penas de una cultura popular más oral que escrita, ha llegado, más y mejor que los demás países de America Latina, a elaborar e “institucionalizar” esta nueva altísima cultura musical, hasta llevarla casi al nivel de un mito? No deja de sorprender o de provocar cierta ironía, el hecho de que un país que en el mundo se conocía sobre todo porque se gastaba los ingresos petroleros, de la manera más grosera, balurda y ordinaria, en el famoso “tá barato, dame dos”, se haya convertido ahora en el altar, en el santuario de la música, (dicho sea sin ninguna sorna), es decir del arte más fino, más exquisito, más refinado y más universal y que, por demás, exige una dedicación, una disciplina y un sentido de responsabilidad excepcionales. (Verdaderamente, la vida histórica, en términos sociales, depara y reparte acontecimientos inesperados sin posibilidad de previsiones atendibles). 

Aún aplicando a la observación de este insólito fenómeno todo el veneno de las envidias y de los celos, los reparos de la crítica ideológica, los análisis microscópicos de los rendimientos y la distancia escrutadora de la suspicacia por los fines personalistas, es imposible no reconocer la importancia de lo que ha ocurrido y sigue ocurriendo en Venezuela, con el enorme regalo que ha sido, para la cultura del país, la música, sus intérpretes, sus ejecutantes, sus directores. Hasta los excelentes espacios (estamos hablando, por fin, de arquitectura) donde se hace y se escucha música. Todo esto nos puede permitir olvidarnos, aunque sea por un momento, de la catástrofe nacional. Olvidarnos de no haber podido, o no haber sabido, como pueblo, aprovechar a fondo un recurso creativo tan extraordinario como el célebre excremento del diablo, en otros ámbitos, tal como se ha hecho con la música. Quimera inefable, ¡como un bálsamo, la música, sus logros colectivos, nos alejan de la pesadumbre, de los sinsabores y el desconsuelo! Es la poderosa virtud que tiene la música. 

Así que en Venezuela el petróleo se ha sembrado en la música. Aquí, hablar hoy de música es amanecer de orgullo nacional. Tal afirmación puede parecer excesiva o exagerada. Puede, es verdad, que contenga también una intención de provocación. Pero es que en ningún otro campo, partiendo de sólidas razones humanas y culturales, (que, por ende, se convierten en políticas) se han logrado resultados tan exitosos, aplicando, a la vez, inteligencia en los medios, perseverancia en los objetivos, astucia en la difusión pública y concertación de talento colectivo e individual. Quienes, a veces, nos hemos quejado de la desproporción, que ha representado y representa la inversión del Estado en el sector de la música, con relación a los demás, deberíamos haber pedido, más bien y comparativamente, igual eficiencia de gestión y ambiciones de propósitos en todos los demás contextos de producción material y cultural. 

Por fin podemos decir que algo se hizo bien, donde las buenas intenciones no se enredaron en errores garrafales, no se agotaron en triste indiferencia, en el abandono por la mitad, en obras inconclusas y sin seguimiento. 

La música en Venezuela. De eso sí podemos estar satisfechos. Que los éxitos continúen, sean cada vez más colectivos y públicos, se diversifiquen, se distribuyan, como retribución, en todo el territorio, y aniden en el alma de la nación. 

Y una reflexión final e inevitable. Puede que a muchos les parezca insólito o increíble (y vale la pena recordar otra vez la situación) que en un país azotado a muerte por la rutina colectiva de la violencia; en un país donde la salud está en retirada, sin medicamentos para los enfermos y los moribundos; donde han desaparecido las promesas de escuelas y centros de educación formidables; donde hay que construir con urgencia toda una infraestructura, hospitales, fábricas, viviendas, líneas de trenes y de transporte público; en un país con una gigantesca deuda social atrasada, que florezca ahora con inusitada energía institucional el ejercicio etéreo y deslumbrante de la música, su enseñanza popular y el Estado invierta en ello, cuantiosos recursos. Es una contradicción desmesurada. Somos entonces esencialmente contradictorios como pueblo: bravos y miserables. ¿Es nuestra esencia tradicional, genética? ¿Estará eso en nuestro ADN colectivo? ¿O son, simplemente, las dobles caras de la raíz humana? Difícil saberlo: únicamente la historia futura de nuestras acciones podrá confirmarlo o negarlo.

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