Nuestro pedazo de la torta de la modernidad


 Los Constructores, Fernand Léger, 1950


Desde hace décadas se sostiene que la modernidad, objetivo último del progreso, hay que revisarla a fondo. Cerca de nosotros, Enrique Dussel, por ejemplo, lo ha planteado de una manera exhaustiva. Es preciso regresarla a esa simple pero fundamental consigna originaria de Liberté, Egalité, Fraternité. Pero también, y tal vez lo más importante y decisivo, despojarla de ese afán destructivo tan característico del progreso mercantil con el correlato tecnológico que siempre lo acompaña y del terrible expansionismo colonizador en que se apoyó. Una modernidad serena para completar la gigantesca tarea que la humanidad occidental emprendió hace por lo menos tres siglos. Es lo que afirma tajantemente, por ejemplo, la voz tan acreditada de Habermas. Nos toca, como humanidad, refundar el concepto de progreso. Acabar la tarea, con cuidado, sin destruir el planeta. Así pues, refundar, corregir e impedir los errores, nos permitirá vislumbrar un futuro de modernidad auténtica. Es difícil decir, hoy, si realmente se podrá aplicar esta receta, simple en lo nominal, pero complejísima en la realidad social. 

Completar la modernidad. ¿Demasiado pedir? ¿Aspiraciones teóricas? ¿Ilusiones?¿Utopías? Así pudiera parecer si se atiende a la espantosa absurdidad que nos agrede, todos los días, en la realidad de los noticieros mundiales. Sin embargo, y por la misma razón de la enormidad del desastre, se torna un requerimiento cada vez más urgente volver al tema central de la modernidad. 

Y por cierto, es pertinente, en un análisis de este tipo y de este tema, preguntarnos hasta qué punto nosotros, en nuestra fementida tropicalidad, hemos alcanzado la modernidad. ¿La hemos alcanzado de verdad? ¿Y cuándo? ¿En qué momento histórico nos hemos acercado más a este objetivo? 

Analizando el pasado, lejano y cercano, da la impresión que únicamente en cuatro tentativas se ha planteado con suficiente claridad un programa, un proyecto político que involucrase el terminar de alcanzar la modernidad. La de Guzmán Blanco, la de Pérez-Jiménez, la de Rómulo Betancourt y la reciente, la de Hugo Chávez, ya ésta prácticamente sobrevenida por toda clase de errores y dificultades. Curiosamente, todas tienen en común haber generado una fuerte oposición, por haber tocado, desde ópticas políticas distintas (pero no tanto tampoco), nervios e intereses particularmente delicados y sensibles, o por haber usado metodologías políticas controversiales. Obstáculo principal, la pobreza. La modernidad -el ser modernos- por definición, implica totalidad: no es posible pensar, por ejemplo, que Dinamarca pudiera ser el país desarrollado que es, esto es, moderno, si tuviese un 25 o hasta sólo un 15 % de pobreza. Es por ello que en la praxis social de nuestro país (y también en los demás países latinoamericanos) la modernidad, -una modernidad muy relativa, muy sui géneris- como pedazo de la gran torta moderna, no le ha llegado sino a un sector muy reducido de la población. De ello se desprenden por lo menos dos cosas. Una: para nosotros, la modernidad es un proyecto inconcluso. Doblemente inconcluso, porque jamás ha atendido a esa renovación originaria de la modernidad que se decía al comienzo, y, en segundo lugar, porque no ha abarcado nunca la totalidad de la vida social. 

En conclusión, para nosotros la modernidad es, generalmente, un género restrictivo. Y si se quiere cumplir la tarea de completarla, hay que extraerle su fatal mecanismo de progreso destructivo, incluirla en el programa ecológico planetario sin “arcos mineros” de ninguna clase, y hacer que abarque la totalidad de la vida social para toda la población. 

De lo anterior también se desprende otra reflexión: nuestra modernidad arquitectónica, años 50, se ha podido producir gracias a los insólitos pequeños resquicios que dejara abiertos una economía seriamente distorsionada como la nuestra. Una modernidad arquitectónica ingenua, optimista, generosa, pero también elitesca y imitativa, confinada en realizaciones parciales, puntuales. Todo sumado, superficiales y epidérmicas a pesar de obras tan excepcionales como las de Carlos Raúl Villanueva. Como a un delgado slice, casi transparente, seguiremos con el derecho de añorarla, por el gusto que nos ha dejado. Pero no olvidemos que casi todo está todavía por hacer. 

Porque no hay que olvidar nunca que para Venezuela y América Latina, todavía seguimos en la larga marcha hacia, la modernidad, pero ahora sí, nueva. 

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