Afirmaciones “indecentes” contra la modernidad

Resumamos. Toda la cultura “occidental” es una cultura profundamente impregnada de contenidos que han sido y son vistos desde una óptica eurocéntrica. No ha sido posible otra cosa -en cierta medida es natural que eso sea así- porque el mundo ha sido construido por Occidente sobre los cimientos de su cultura, con los ingredientes de su cultura. Así procediendo ha absorbido y penetrado todos, absolutamente todos los espacios de creación, de educación, de producción, los hábitos, las simpatías o las antipatías y ha apartado, desechado o eliminado violentamente, casi todos los ingredientes de las demás culturas. Es desde la visión eurocéntrica que se han forjado todos los clichés y los tópicos de nuestra cotidianidad. Serge Latouche ha llamado esta operación, muy correctamente, la Occidentalización del Mundo (The Westernization of the World). Para ello ha sido esencial primero el reparto colonialista, y luego, hasta hoy, el papel de la educación y sobre todo el de los medios. 

Y la modernidad, en este contexto de ideas, no ha sido sino la aplicación práctica de este proceso de ocupación del mundo, a partir del indiscutible progreso tecnológico de fuerte base capitalista. La racionalidad se volvió la racionalidad del capital, al servicio de la explotación despiadada de la naturaleza. Términos como progreso y ciencia se han vuelto extremadamente violentos y negativos en sus resultados. No hay que olvidar que frente a la naturaleza, la modernidad ha preferido mantener, ratificar y repotenciar al máximo, el precepto cristiano extractivista de separación, dominio y explotación. 

El tema de la modernidad occidental, ha sido un tema preferencial de este blog. No es un tema nuevo. El debate, que se ha hecho indispensable, es parte de la revisión del significado del proyecto moderno para el mundo, en el cual ha habido una gran participación de especialistas, historiadores y analistas políticos. Involucrados, hay grandes nombres internacionales de la cultura, como los de Habermas, Giddens, Lyotard. Entre nosotros, por ejemplo, la voz del profesor José Romero Losacco. 

Junto con la critica a los efectos negativos que acompañan a un proyecto que nació emancipador, se ha insistido en la posible tarea, tal como lo plantea sobre todo Jurgen Habermas, de completar la modernidad, de rescatar los valores iniciales contenidos en la búsqueda de la emancipación moderna -la que arranca con el Iluminismo y la revolución francesa- y de proceder a completarla con los otros valores que se han vuelto fundamentales, como el respeto ecológico, la valoración de la diversidad, la corresponsabilidad y el protagonismo democrático. 

Dicho esto, es claro que para una labor de reconstrucción democrática del mundo (Otro mundo es posible) parece indispensable proceder a replantear casi desde cero nuestra visión del mundo. radical. A partir del rechazo contundente y militante de la modernidad (entiéndase bien, de ésta modernidad) y tomando en cuenta los valores inmensamente humanistas de las civilizaciones indígenas de África, Asia y América, habría que proceder a inventar unas formas de vida social que permitan la organización de la sociedad según un nuevo programa civilizatorio. Sus criterios fundamentales divergen de la visión y de la práctica social occidental eurocéntrica: no se trata de mejorar lo más progresista de lo que ya tenemos, sumergidos como estamos en la modernidad o en sus fantasmas. El punto se centra en buscar la armonía en las relaciones entre los humanos y la de éstos con la naturaleza. Y el modelo de las sociedades precapitalistas indígenas, es una referencia casi inevitable. Ese modelo es rescatado como ejemplo de que sí se puede vivir de otro modo. La realidad concreta de su existencia, sobre todo en el área andina, pero también en el área amazónica y caribe, es la prueba contundente de que núcleos y regiones de la humanidad han podido vivir con un equipo de valores inmensamente más creativos y más respetuosos de las misteriosas relaciones que unen entre si, desde las partículas subatómicas hasta la escala de la cosmología, a toda la materia viviente, la humana, animal, vegetal y hasta la materia mineral. La diferencia entre la tesis defendida por Habermas y las tesis más radicales, estriba en que aunque ellas partan de la misma base, se separan con relación a la cuestión de si es posible y conveniente rescatar de sus miserias a la modernidad. Para muchos la respuesta es tajante: el rechazo de la modernidad es total. Lo que se impone, para salvar a la humanidad del abismo, es un nueva dialéctica de la Ilustración, de un nuevo programa civilizatorio que, tumbando falsos tabernáculos, abarque e implique excavar a fondo, avance más allá del capital y de la modernidad, yendo mucho más antes del ilustre Iluminismo e inclusive del cristianismo. 

En tales afirmaciones de principio se destaca la incidencia de aspectos clave de la realidad urbana. ¿Cómo hacer para liberar el suelo de la ciudad de las cadenas de la propiedad privada? ¿Cómo hacer para que el derecho a la ciudad se convierta en el código superior y dominante para, justamente, los ciudadanos? ¿Cómo hacer para que la participación en el buen sentido ecológico, de los habitantes de la ciudad en la construcción del hábitat, sea verdaderamente protagónico? 

Preguntas que se plantean a partir de una crítica tal vez excesivamente sumaria, pero exigente y rica de estímulos. Con ella se niegan radicalmente modas, lazos y raíces que derivan de la racionalidad occidental. Se irrespetan valores “sagrados” de nuestra educación, de la visión tradicional y acartonada de nuestra historia; ponen (por fin) a temblar muchas formas académicas de considerar a la ciudad. Nos incita a repensar nuestra vida con el objetivo de alcanzar un nuevo proyecto civilizatorio. Nada menos… 

Son afirmaciones que seguramente a los bienpensantes y a los timoratos de ideas convencionales, deben parecerles culturalmente indecentes. Contienen unos acicates tremendamente irreverentes con un fuerte sabor a revolución. Pretenden disolver religiones culturales y dogmas reaccionarios muy enraizados… Es por eso mismo que hay que tomarlas muy en cuenta. Tomarlas, y discutirlas. En estos momentos, las que parecen unas disertaciones académicas, en realidad no lo son: tocan la esencia de cómo vemos el mundo y de cómo queremos vivir en él. Siguen presentes lagunas, vacíos y puntos críticos, como el de la relación entre ciudad y campo, y especialmente, cómo hacer para saltar por encima de la modernidad sin desechar los inmensos aportes de la ciencia y de la tecnología, o cómo liberarnos de los mecanismos sociales que se han construido a partir de las urgencias, nexos y compromisos impuestos por la globalización. 

En un ambiente cultural como el nuestro, hay que seguir debatiendo, para que las razones de la cultura sean capaces de orientar a las razones de la política. Se trata de un asunto vital: de romper el velo cultural que tapa nuestros ojos y de decidir desde dónde, con qué y con quién juzgar lo que pasa en el mundo y traducir las conclusiones en el inmediato contexto político.

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